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La Noche que Murió Freddy Molina

Fuente: Campo E. Romero Fuemayor - Director Museo Virtual Pioch - Uninorte | Fecha: 2006-08-08 | Visitas: 59812

La Noche que Murió Freddy Molina

Acabo de leer los dos artículos del 23 de abril, (Día del Idioma) en nuestro suplemento. Dos páginas magistrales, tan bellas y nostálgicas, que duelen; Una, firmada “Séptimus” por Gabito, “Cuando la bomba atómica de “Cien Años de Soledad” no había estremecido los cimientos del mundo”, como atestigua la sapiente pluma de Juan “Bernardo del Viento” Gossaín, en su crónica, dos, La noche que cantó García Márquez. (EL HERALDO Dominical, pagina 4, Barranquilla 4-23-00)

Ello me ha motivado a echar la “película para atrás” y revivir, para ustedes, la noche más amarga de mi vida, cuando vi morir, en un jeep destartalado, a nadie menos que Freddy Molina (Te quiere; eres mi luz de esperanza. Cuando el Guatapurí se crece....)

Si la memoria no me falla fue en 1971 cuando tras un lustro de ausencia, y un periplo en varias Universidades que me aguantaron, Michigan de Ann Arbor, Bowdoin, Harvard, Catholic U., y George Washington de la capital de USA, acaeció esa muerte que se le quedó en el tintero a Gossaín. A mí, no sé por qué, me correspondió vivirla, morirla, sufrirla.
Campo E. Romero Sajaut, mi papá, guajiro y juglar vallenato como cualquier fonsequero que se respete, en guitarra, como ha de ser, quiso, en ese entonces, hazañosear en su tierra con su neneco homónimo recién desempacado de la Yunaited, así dicen.

Almorzamos un inolvidable sancocho en casa del compinche de papá, Rafael Escalona, a media cuadra de la catedral, mariana, de los Santos Reyes del Valle de Upar, con la encantadora Ada Luz, bella como legítima Princesa Wayyu en su solariega casa “En el aire”. Como si este agasajo fuera poco, faltaba el postre: un paseo vespertino, media hora, a Patillal. “Allá no voy, porque me mata la tristeza” —dice la elegía— “Fue allí donde murió un amigo mío; era compositor, como lo es Zabaleta; era lo más querido de ese caserío...”

Y pasamos por el Guatapurí, crecido, y vimos mariposa en la “Malena”. Nunca he sentido un pueblo más bello. Patillal no tenía calles; era, ni más ni menos, en subiendo, un verde y musgoso pesebre sin calles trazadas, cabe un grande río, con sus peñas “como huevos prehistóricos”; unas casitas por aquí, otras por allá. Nos sentamos en la mitad de ese frescor en una ronda inacabable de patillaleros, que saboreaban deleitosamente de la misma botella que tienen entre manos la matrona Araújo Noguera y Juancho Gossaín en la foto a colores de EL HERALDO. Olde Parre, le dicen en Escocia. “Abuelo” entre nosotros. Rodaba el ambarino de boca en boca, con un solo vasito de plástico que abrevaban raudos, y medio enjuagaban en el aire, y “siga usté, compadre”. Mi papá se lo despachó de un solo. Enredado en los tiquismiquis de Harvard, a mí me dio pánico: “It is not very becoming”, —pensé— y miré a mi papá, achicopalado. “¡Tómeselo, no sea ******!” Me dijo. Y punto.

Dicho y hecho. Al calor de los tragos, y el chivo que se estaba cocinando, lo conocí. Freddy Molina era un joven de mi edad, (hoy tendría, como yo, 56) espigado, garboso, trigueño, pelinegro. Quedo; sin aspavientos. Me llamaron la atención sus manos óseas “como vivas crisálidas de hielo”. Y hablamos. Largamente. Yo no sabía que él era “el” compositor. Cuando la conversación se enredó en las delicuescencias del Clavecín Bien Temperado, me percaté de que no era un Ño cualquiera. No.

“Estudio composición en la Universidad Nacional”, me dijo, serio, casi avergonzado de ese “pecado” que, de haberse realizado, lo habría trasmutado en el primer compositor sinfónico del vallenato: su salto de octava, (Cuando el “Guataporí se crece...”) nunca antes —ni después— cometido por cualquier músico de su tierra, era simplemente premonitorio de lo que las musas le tenían guardado. En bandeja. Pero no pudo ser. Así les cuento.

Hacía más fresquecito. Venus anochecía en las colinas de Patillal. La ronda se hizo frágil, delgadita. Eramos unos diez. Ni más ni menos. Y “El Abuelo”, impertérrito, rondaba y rodaba. Entonces a alguien se le ocurrió: “Que cante Freddy!” “Sí, que cante” aplaudimos todos. Mi papá me miró serio, severo. El sabía el cuento. A Freddy no le gustaba cantar en público. No, a menos que lo acompañara Aldo Molina, su hermano, en la guacharaca, o la caja, qué se yo de estas cosas. La petición creció. Para mal de sus culpas Freddy se puso en pie, resuelto a llamar a su hermano para complacer a los poquitos que quedábamos.

Era cerquita. Había luna llena. Golpeteó en la puerta de la casa de su hermano. Pausa. Otra vez, tocó alarmoso, y, de pronto la puerta se espernancó de súbito, se oyó un disparo en el silencio del ocaso, y Freddy comenzó a sangrar a torrentes con una bala en la yugular. “Trescientas rosas morenas lleva mi pechera blanca, pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa...” predijo Lorca. No era su casa.

¿Y qué paso? Lo de siempre. Aldo Molina, sonámbulo desde niño, todo el mundo lo sabía, en la duermevela crepuscular soñó que alguien maltrataba la puerta de su casa. y, para defenderla, mató al intruso, de un disparo en la garganta.

Lo llevamos en el jeep destartalado, pasamos el Guatapurí, cruzamos la malena: su sangre era un chorro cada vez con menos fuerza, en las láminas de acero del jeep destartalado. Al llegar a Valledupar estaba muerto. No había nada que hacer. Monseñor, no recuerdo su nombre, Capuchino, Obispo de la Diócesis, que nos atendió, solícito, no alcanzó a ungir su frente con el aceite consagrado el Jueves Santo. “Un ángel marchoso puso su cabeza en un cojín. Voces de muerte sonaron cerca del Guatapurí”.

Amanecimos. Pusieron al muertico en su cama blanca. Y comenzaron a llegar las mujeres. Sus mujeres. Era soltero, pero ajá. Era Patillal, no se les olvide. Ellas adentro plañendo sus endechas. Aldo encerrado en el patio del Corregidor, sin su correa al cinto, “Pa que no se fuera a matar...” Esquilo no lo habría escrito tan terrible. Como fue. “En las esquinas, grupos de silencio. Un niño trajo la blanca sábana. Lo demás era muerte. Y sólo muerte. Y comenzaron a llegar los hombre de voz dura, los que doman caballos y dominan los ríos a los que les suena el esqueleto y cantan con una voz de sol y pedernales. Ahí estaban. Con sus guacharaqueros, y tambores. Mudos. En silencio. Y a las cinco de la tarde lo condujimos al cementerio.

“Paren, no joda!” Alguien dijo, reseco. Pusieron el ataúd en el suelo. En la tierra pelada. Las mujeres se fueron, aterradas. Y comenzó el concierto. Pavoroso, altivo, varonil, doliente, todos llorábamos, No me quedan palabras para narrar lo que ví. Y lo que oí. Ni la Pasión según Mateo comparársele puede. Se los juro. Descansa en paz, Freddy Molina. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un vallenato de tu talla. Y de su estirpe.

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Fuente: Campo E. Romero Fuemayor - Director Museo Virtual Pioch - Uninorte | Fecha: 2006-08-08 | Visitas: 59812

La Noche que Murió Freddy Molina

Acabo de leer los dos artículos del 23 de abril, (Día del Idioma) en nuestro suplemento. Dos páginas magistrales, tan bellas y nostálgicas, que duelen; Una, firmada “Séptimus” por Gabito, “Cuando la bomba atómica de “Cien Años de Soledad” no había estremecido los cimientos del mundo”, como atestigua la sapiente pluma de Juan “Bernardo del Viento” Gossaín, en su crónica, dos, La noche que cantó García Márquez. (EL HERALDO Dominical, pagina 4, Barranquilla 4-23-00)

Ello me ha motivado a echar la “película para atrás” y revivir, para ustedes, la noche más amarga de mi vida, cuando vi morir, en un jeep destartalado, a nadie menos que Freddy Molina (Te quiere; eres mi luz de esperanza. Cuando el Guatapurí se crece....)

Si la memoria no me falla fue en 1971 cuando tras un lustro de ausencia, y un periplo en varias Universidades que me aguantaron, Michigan de Ann Arbor, Bowdoin, Harvard, Catholic U., y George Washington de la capital de USA, acaeció esa muerte que se le quedó en el tintero a Gossaín. A mí, no sé por qué, me correspondió vivirla, morirla, sufrirla.
Campo E. Romero Sajaut, mi papá, guajiro y juglar vallenato como cualquier fonsequero que se respete, en guitarra, como ha de ser, quiso, en ese entonces, hazañosear en su tierra con su neneco homónimo recién desempacado de la Yunaited, así dicen.

Almorzamos un inolvidable sancocho en casa del compinche de papá, Rafael Escalona, a media cuadra de la catedral, mariana, de los Santos Reyes del Valle de Upar, con la encantadora Ada Luz, bella como legítima Princesa Wayyu en su solariega casa “En el aire”. Como si este agasajo fuera poco, faltaba el postre: un paseo vespertino, media hora, a Patillal. “Allá no voy, porque me mata la tristeza” —dice la elegía— “Fue allí donde murió un amigo mío; era compositor, como lo es Zabaleta; era lo más querido de ese caserío...”

Y pasamos por el Guatapurí, crecido, y vimos mariposa en la “Malena”. Nunca he sentido un pueblo más bello. Patillal no tenía calles; era, ni más ni menos, en subiendo, un verde y musgoso pesebre sin calles trazadas, cabe un grande río, con sus peñas “como huevos prehistóricos”; unas casitas por aquí, otras por allá. Nos sentamos en la mitad de ese frescor en una ronda inacabable de patillaleros, que saboreaban deleitosamente de la misma botella que tienen entre manos la matrona Araújo Noguera y Juancho Gossaín en la foto a colores de EL HERALDO. Olde Parre, le dicen en Escocia. “Abuelo” entre nosotros. Rodaba el ambarino de boca en boca, con un solo vasito de plástico que abrevaban raudos, y medio enjuagaban en el aire, y “siga usté, compadre”. Mi papá se lo despachó de un solo. Enredado en los tiquismiquis de Harvard, a mí me dio pánico: “It is not very becoming”, —pensé— y miré a mi papá, achicopalado. “¡Tómeselo, no sea ******!” Me dijo. Y punto.

Dicho y hecho. Al calor de los tragos, y el chivo que se estaba cocinando, lo conocí. Freddy Molina era un joven de mi edad, (hoy tendría, como yo, 56) espigado, garboso, trigueño, pelinegro. Quedo; sin aspavientos. Me llamaron la atención sus manos óseas “como vivas crisálidas de hielo”. Y hablamos. Largamente. Yo no sabía que él era “el” compositor. Cuando la conversación se enredó en las delicuescencias del Clavecín Bien Temperado, me percaté de que no era un Ño cualquiera. No.

“Estudio composición en la Universidad Nacional”, me dijo, serio, casi avergonzado de ese “pecado” que, de haberse realizado, lo habría trasmutado en el primer compositor sinfónico del vallenato: su salto de octava, (Cuando el “Guataporí se crece...”) nunca antes —ni después— cometido por cualquier músico de su tierra, era simplemente premonitorio de lo que las musas le tenían guardado. En bandeja. Pero no pudo ser. Así les cuento.

Hacía más fresquecito. Venus anochecía en las colinas de Patillal. La ronda se hizo frágil, delgadita. Eramos unos diez. Ni más ni menos. Y “El Abuelo”, impertérrito, rondaba y rodaba. Entonces a alguien se le ocurrió: “Que cante Freddy!” “Sí, que cante” aplaudimos todos. Mi papá me miró serio, severo. El sabía el cuento. A Freddy no le gustaba cantar en público. No, a menos que lo acompañara Aldo Molina, su hermano, en la guacharaca, o la caja, qué se yo de estas cosas. La petición creció. Para mal de sus culpas Freddy se puso en pie, resuelto a llamar a su hermano para complacer a los poquitos que quedábamos.

Era cerquita. Había luna llena. Golpeteó en la puerta de la casa de su hermano. Pausa. Otra vez, tocó alarmoso, y, de pronto la puerta se espernancó de súbito, se oyó un disparo en el silencio del ocaso, y Freddy comenzó a sangrar a torrentes con una bala en la yugular. “Trescientas rosas morenas lleva mi pechera blanca, pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa...” predijo Lorca. No era su casa.

¿Y qué paso? Lo de siempre. Aldo Molina, sonámbulo desde niño, todo el mundo lo sabía, en la duermevela crepuscular soñó que alguien maltrataba la puerta de su casa. y, para defenderla, mató al intruso, de un disparo en la garganta.

Lo llevamos en el jeep destartalado, pasamos el Guatapurí, cruzamos la malena: su sangre era un chorro cada vez con menos fuerza, en las láminas de acero del jeep destartalado. Al llegar a Valledupar estaba muerto. No había nada que hacer. Monseñor, no recuerdo su nombre, Capuchino, Obispo de la Diócesis, que nos atendió, solícito, no alcanzó a ungir su frente con el aceite consagrado el Jueves Santo. “Un ángel marchoso puso su cabeza en un cojín. Voces de muerte sonaron cerca del Guatapurí”.

Amanecimos. Pusieron al muertico en su cama blanca. Y comenzaron a llegar las mujeres. Sus mujeres. Era soltero, pero ajá. Era Patillal, no se les olvide. Ellas adentro plañendo sus endechas. Aldo encerrado en el patio del Corregidor, sin su correa al cinto, “Pa que no se fuera a matar...” Esquilo no lo habría escrito tan terrible. Como fue. “En las esquinas, grupos de silencio. Un niño trajo la blanca sábana. Lo demás era muerte. Y sólo muerte. Y comenzaron a llegar los hombre de voz dura, los que doman caballos y dominan los ríos a los que les suena el esqueleto y cantan con una voz de sol y pedernales. Ahí estaban. Con sus guacharaqueros, y tambores. Mudos. En silencio. Y a las cinco de la tarde lo condujimos al cementerio.

“Paren, no joda!” Alguien dijo, reseco. Pusieron el ataúd en el suelo. En la tierra pelada. Las mujeres se fueron, aterradas. Y comenzó el concierto. Pavoroso, altivo, varonil, doliente, todos llorábamos, No me quedan palabras para narrar lo que ví. Y lo que oí. Ni la Pasión según Mateo comparársele puede. Se los juro. Descansa en paz, Freddy Molina. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un vallenato de tu talla. Y de su estirpe.

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Fuente: Campo E. Romero Fuemayor - Director Museo Virtual Pioch - Uninorte | Fecha: 2006-08-08 | Visitas: 59812

La Noche que Murió Freddy Molina

Acabo de leer los dos artículos del 23 de abril, (Día del Idioma) en nuestro suplemento. Dos páginas magistrales, tan bellas y nostálgicas, que duelen; Una, firmada “Séptimus” por Gabito, “Cuando la bomba atómica de “Cien Años de Soledad” no había estremecido los cimientos del mundo”, como atestigua la sapiente pluma de Juan “Bernardo del Viento” Gossaín, en su crónica, dos, La noche que cantó García Márquez. (EL HERALDO Dominical, pagina 4, Barranquilla 4-23-00)

Ello me ha motivado a echar la “película para atrás” y revivir, para ustedes, la noche más amarga de mi vida, cuando vi morir, en un jeep destartalado, a nadie menos que Freddy Molina (Te quiere; eres mi luz de esperanza. Cuando el Guatapurí se crece....)

Si la memoria no me falla fue en 1971 cuando tras un lustro de ausencia, y un periplo en varias Universidades que me aguantaron, Michigan de Ann Arbor, Bowdoin, Harvard, Catholic U., y George Washington de la capital de USA, acaeció esa muerte que se le quedó en el tintero a Gossaín. A mí, no sé por qué, me correspondió vivirla, morirla, sufrirla.
Campo E. Romero Sajaut, mi papá, guajiro y juglar vallenato como cualquier fonsequero que se respete, en guitarra, como ha de ser, quiso, en ese entonces, hazañosear en su tierra con su neneco homónimo recién desempacado de la Yunaited, así dicen.

Almorzamos un inolvidable sancocho en casa del compinche de papá, Rafael Escalona, a media cuadra de la catedral, mariana, de los Santos Reyes del Valle de Upar, con la encantadora Ada Luz, bella como legítima Princesa Wayyu en su solariega casa “En el aire”. Como si este agasajo fuera poco, faltaba el postre: un paseo vespertino, media hora, a Patillal. “Allá no voy, porque me mata la tristeza” —dice la elegía— “Fue allí donde murió un amigo mío; era compositor, como lo es Zabaleta; era lo más querido de ese caserío...”

Y pasamos por el Guatapurí, crecido, y vimos mariposa en la “Malena”. Nunca he sentido un pueblo más bello. Patillal no tenía calles; era, ni más ni menos, en subiendo, un verde y musgoso pesebre sin calles trazadas, cabe un grande río, con sus peñas “como huevos prehistóricos”; unas casitas por aquí, otras por allá. Nos sentamos en la mitad de ese frescor en una ronda inacabable de patillaleros, que saboreaban deleitosamente de la misma botella que tienen entre manos la matrona Araújo Noguera y Juancho Gossaín en la foto a colores de EL HERALDO. Olde Parre, le dicen en Escocia. “Abuelo” entre nosotros. Rodaba el ambarino de boca en boca, con un solo vasito de plástico que abrevaban raudos, y medio enjuagaban en el aire, y “siga usté, compadre”. Mi papá se lo despachó de un solo. Enredado en los tiquismiquis de Harvard, a mí me dio pánico: “It is not very becoming”, —pensé— y miré a mi papá, achicopalado. “¡Tómeselo, no sea ******!” Me dijo. Y punto.

Dicho y hecho. Al calor de los tragos, y el chivo que se estaba cocinando, lo conocí. Freddy Molina era un joven de mi edad, (hoy tendría, como yo, 56) espigado, garboso, trigueño, pelinegro. Quedo; sin aspavientos. Me llamaron la atención sus manos óseas “como vivas crisálidas de hielo”. Y hablamos. Largamente. Yo no sabía que él era “el” compositor. Cuando la conversación se enredó en las delicuescencias del Clavecín Bien Temperado, me percaté de que no era un Ño cualquiera. No.

“Estudio composición en la Universidad Nacional”, me dijo, serio, casi avergonzado de ese “pecado” que, de haberse realizado, lo habría trasmutado en el primer compositor sinfónico del vallenato: su salto de octava, (Cuando el “Guataporí se crece...”) nunca antes —ni después— cometido por cualquier músico de su tierra, era simplemente premonitorio de lo que las musas le tenían guardado. En bandeja. Pero no pudo ser. Así les cuento.

Hacía más fresquecito. Venus anochecía en las colinas de Patillal. La ronda se hizo frágil, delgadita. Eramos unos diez. Ni más ni menos. Y “El Abuelo”, impertérrito, rondaba y rodaba. Entonces a alguien se le ocurrió: “Que cante Freddy!” “Sí, que cante” aplaudimos todos. Mi papá me miró serio, severo. El sabía el cuento. A Freddy no le gustaba cantar en público. No, a menos que lo acompañara Aldo Molina, su hermano, en la guacharaca, o la caja, qué se yo de estas cosas. La petición creció. Para mal de sus culpas Freddy se puso en pie, resuelto a llamar a su hermano para complacer a los poquitos que quedábamos.

Era cerquita. Había luna llena. Golpeteó en la puerta de la casa de su hermano. Pausa. Otra vez, tocó alarmoso, y, de pronto la puerta se espernancó de súbito, se oyó un disparo en el silencio del ocaso, y Freddy comenzó a sangrar a torrentes con una bala en la yugular. “Trescientas rosas morenas lleva mi pechera blanca, pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa...” predijo Lorca. No era su casa.

¿Y qué paso? Lo de siempre. Aldo Molina, sonámbulo desde niño, todo el mundo lo sabía, en la duermevela crepuscular soñó que alguien maltrataba la puerta de su casa. y, para defenderla, mató al intruso, de un disparo en la garganta.

Lo llevamos en el jeep destartalado, pasamos el Guatapurí, cruzamos la malena: su sangre era un chorro cada vez con menos fuerza, en las láminas de acero del jeep destartalado. Al llegar a Valledupar estaba muerto. No había nada que hacer. Monseñor, no recuerdo su nombre, Capuchino, Obispo de la Diócesis, que nos atendió, solícito, no alcanzó a ungir su frente con el aceite consagrado el Jueves Santo. “Un ángel marchoso puso su cabeza en un cojín. Voces de muerte sonaron cerca del Guatapurí”.

Amanecimos. Pusieron al muertico en su cama blanca. Y comenzaron a llegar las mujeres. Sus mujeres. Era soltero, pero ajá. Era Patillal, no se les olvide. Ellas adentro plañendo sus endechas. Aldo encerrado en el patio del Corregidor, sin su correa al cinto, “Pa que no se fuera a matar...” Esquilo no lo habría escrito tan terrible. Como fue. “En las esquinas, grupos de silencio. Un niño trajo la blanca sábana. Lo demás era muerte. Y sólo muerte. Y comenzaron a llegar los hombre de voz dura, los que doman caballos y dominan los ríos a los que les suena el esqueleto y cantan con una voz de sol y pedernales. Ahí estaban. Con sus guacharaqueros, y tambores. Mudos. En silencio. Y a las cinco de la tarde lo condujimos al cementerio.

“Paren, no joda!” Alguien dijo, reseco. Pusieron el ataúd en el suelo. En la tierra pelada. Las mujeres se fueron, aterradas. Y comenzó el concierto. Pavoroso, altivo, varonil, doliente, todos llorábamos, No me quedan palabras para narrar lo que ví. Y lo que oí. Ni la Pasión según Mateo comparársele puede. Se los juro. Descansa en paz, Freddy Molina. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un vallenato de tu talla. Y de su estirpe.

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